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Tengamos misericordia para los necesitados

Cuando Jesús caminaba por Galilea, muchos menesterosos le gritaban: “¡Señor, ten piedad!”. El ciego a la salida de Jericó (Lc 18, 38; Mc 10, 47), la cananea en tierras paganas (Mt 15, 22); el padre del endemoniado en las faldas del Tabor (Mc 9, 22; Mt 17, 15); los leprosos en el camino hacia Jerusalén (Lc 10, 13)… De todos, el Maestro se apiadaba, pues pasó por la vida haciendo el bien», como proclama S.  Pedro (Act 10, 38).

El Señor nos exhortó en innumerables ocasiones a imitarle. Practiquemos la misericordia con los necesitados para que Dios tenga con nosotros la suprema Misericordia.

El publicano que en el Templo imploraba piedad, la obtuvo (Lc 18, 13); pero el siervo a quien fueron perdonados diez mil talentos, y no quiso condonar cien denarios, fue justamente castigado (Mt 18. 23-35).

La Misericordia de Dios, repite la Escritura, está siempre dispuesta a perdonarnos todas nuestras faltas: “aunque tus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve” (Is 1, 18). La única condición es que por nuestra parte, también ejerzamos la misericordia con los necesitados en el cuerpo o en el alma, a veces carentes también del pan que llevarse a la boca, sin casa, consuelo, y afecto. Son éstas, almas necesitadas de un buen ejemplo, consejos, amigos…

Hoy escasean muchas de estas cosas, no evaluadas estadísticamente. En la actualidad, existen muchos carentes de Dios; necesitados de prójimos. Con buenos sentimientos y deseos de ayudar desinteresadamente.

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