André Ferreira
Un encuentro inesperado con la Misericordia
Quien viaja desde Toledo hasta la ciudad de Braga en nuestro vecino Portugal, puede escoger varios caminos. Uno es pasando por Ciudad Rodrigo, lo que permite al viajante contemplar desde la A-66 el antiquísimo y famoso Monasterio de Yuste, donde pasó sus últimos días el Emperador Carlos V, en una vida de penitencia y oración. Después nos encontramos con la ciudad de Plasencia, con sus encantos e historia también centenaria.
Poco tiempo después estás en Ciudad Rodrigo. La ciudad atrae por sus murallas, sus edificios, su Catedral, la buena educación de sus gentes y su exquisita gastronomía. Una ciudad que tiene las ventajas que puede tener un pueblo y a la vez, lo positivo de ser ciudad. Después de tomar un aperitivo, nos dirigimos a la Catedral para conocerla. Un buen amigo nos hizo de excelente guía.
La Catedral es imponente. Sus bóvedas, sus arcos, su claustro, su coro, su pórtico… el pórtico del perdón que me recordó muchísimo el recientemente restaurado Pórtico de la Gloria, de la Catedral de Santiago de Compostela, en este Año Santo Jacobeo. Fue el Rey Fernando III de León quien le dio inicio, y como todas las catedrales góticas españolas, verla, contemplarla y admirarla nos une más a Cristo, fuente y última razón de su existencia.
Tendría mucho que comentar de la Catedral, pero quiero detenerme en lo que da origen al título de este artículo. Es curioso lo que acontece con el hombre contemporáneo. Si hay algo de lo que más es necesitado es de la Misericordia. Y si hay algo de lo que más pasa de largo y más le cuesta comprender es la Misericordia. Siendo además verdadero que la práctica de esa virtud tampoco le es fácil. ¿Por qué? Porque nos encerramos en nosotros mismos, en una especie de universo cerrado y no queremos muchas veces analizar las situaciones sino de acuerdo a nuestro propio egoísmo. Dios por el contrario es la infinita sabiduría.
Y la Catedral de Ciudad Rodrigo ¿qué tiene que ver con eso? me puede preguntar un agudo lector. Cuando ya me aproximaba a salir, nuestro guía llamó la atención para que contemplásemos un cuadro, que está al lado izquierdo de la puerta por donde se tiene acceso al claustro. Un bonito claustro, dígase de pasada. Y un impresionante cuadro.
El cuadro en cuestión representa una escena histórica. Y esa escena es la que me lleva al concepto de la Misericordia. Existió en plena Edad Media, un obispo de Ciudad Rodrigo llamado Don Pedro Díaz. En ese personaje las virtudes de la castidad, la idoneidad, la austeridad y la continencia brillaban por su ausencia. No era para nada un ejemplo de Obispo y muy por el contrario, su vida era una fuente de escándalos para los diocesanos de Ciudad Rodrigo. Una virtud tenía. Era muy devoto de San Francisco de Asís. En determinado momento la enfermedad “visitó” al Obispo. Y la visita fue intensa. Es decir, se puso muy mal. Los sirvientes que lo atendían y que tenían la Fe de los sencillos, le insistían para que, dado su gravedad, se confesara y pusiese al día sus cuentas con Dios. Lamentablemente el Obispo no quería saber de eso para nada y en ese triste estado murió. Sin embargo aconteció lo que nadie esperaba. Después de muerto y por la intercesión de San Francisco, mientras que era velado su cadáver, he aquí que aconteció lo imprevisible. El obispo fallecido se incorpora y pide ser oído en confesión por algún sacerdote que allí se encontrase. Efectivamente un padre le atiende en confesión y después de haber confesado sus pecados y culpas “vuelve” a fallecer. Por eso es conocido como el “obispo que murió dos veces”.
Aquél pobre obispo pecador tuvo un encuentro, el encuentro de su vida con la Misericordia Divina. Pero tú que me lees y yo que escribo estas líneas, también a lo largo de nuestras vidas, nos hemos encontrado muchas, muchísimas veces con la Misericordia de Dios. Tal vez rezando ante una imagen de Cristo o de María, tal vez contemplando un monumento religioso o admirando una pintura, un cuadro en el que el pintor procuró con sus pinceles y su arte, plasmar el mayor arte, que es el de perdonar.
Sepamos nosotros mismos perdonar a los demás para encontrar Misericordia. Habremos encontrado el mejor de los tesoros, la mayor de las riquezas. Y encontrando la Misericordia Divina encontraremos la verdadera paz, la plena felicidad. No dudemos.