Miquel Bordas Prószyñski
SAN MAXIMILIANO:
UNA VIDA DEDICADA AL TRIUNFO DE LA INMACULADA
En estas líneas, podemos permitirnos legítimamente una licencia literaria e imaginarnos a San Maximiliano sentado, apoyando su espalda en la pared de la oscura y hedionda celda de Auschwitz. Estaba preparando para bien morir a sus compañeros, con cantos, oraciones y alabanzas (según refirieron ciertamente los testigos), algo inaudito, que no dejó de sorprender a sus carceleros. Y es que en ocasiones anteriores los condenados a morir de hambre y sed en aquella celda agonizaban desesperados y blasfemando, llegando a beberse su propia orina, acuciados por la sed. Ahora, sin embargo, podemos tratar de escuchar el relato de su propia vida que desgrana el padre Kolbe para consolar y animar a sus compañeros de celda en aquellas interminables horas de tormento. Una intensa vida consagrada a la Inmaculada, que quedaba sellada mediante aquel sacrificio postrero.
Así, San Maximiliano pudo explicarles cómo se crió en el seno de una humilde familia de trabajadores polacos, piadosos y patriotas. Cómo ingresó siendo adolescente en el seminario de los franciscanos conventuales en Leópolis. Cómo comprendió que su vocación era consagrarse a la Inmaculada y a la Iglesia, rechazando la tentación de dejar la Orden Franciscana Conventual para enrolarse en el ejército polaco cuando estalló la Primera Guerra Mundial, abriendo la posibilidad de que Polonia recuperase la independencia anhelada. Cómo fue destinado por sus superiores a proseguir sus estudios en Roma. Cómo, impresionado por la insolencia masónica, fundó allí en 1917 junto con otros seis compañeros franciscanos la Milicia de la Inmaculada, cuyo fin estatutario era: «procurar la conversión de los pecadores, de los herejes, de los cismáticos, etc., en particular de los masones; y la santificación de todos, bajo el patrocinio y por mediación de la Inmaculada» mediante la entrega de sí mismo a la Inmaculada, poniéndose como instrumento en sus manos inmaculadas, llevando la Medalla Milagrosa. A tal fin, podía emplearse todo medio lícito, según las posibilidades en los diferentes estados y condiciones de vida, si bien la difusión de la Medalla Milagrosa debía ser el medio más especial.
Seguimos escuchando la frágil pero inquebrantable voz del propio San Maximiliano, mientras va explicando cómo fue ordenado sacerdote el 28 de abril de 1919 -en la fiesta del entonces beato Luis María Grignon de Monfort- pudiendo celebrar un día después la primera misa en el altar de la aparición de la Virgen del Milagro al judío Alfonso de Ratisbonne en Sant’Andrea delle Fratte. Continúa contando cómo volvió a Cracovia en 1920, al finalizar sus estudios en Roma. Cómo se dedica a la propagación de la Milicia en su Polonia natal. No podemos perder de vista que aquel joven fraile ya estaba gravemente enfermo de tuberculosis, lo que no consiguió retener su empuje apostólico. A tal fin, lanza en enero de 1922, sin ninguna garantía financiera y confiando absolutamente en la Providencia, la revista El Caballero de la Inmaculada. En la editorial del primer número de la nueva revista, su Director, es decir, San Maximiliano, explicitaba su finalidad:
«El objetivo del Caballero de la Inmaculada no consiste solo en profundizar y fortalecer la fe, indicar la verdadera ascesis y familiarizar a los fieles con la mística cristiana, sino buscar la conversión de los no-católicos, según los principios de la «Milicia de la Inmaculada». El tono de la revista será siempre amistoso con todos, independientemente de las diferencias de fe y nacionalidad. El amor que enseñaba Cristo será su carácter. Y precisamente, por ese amor a las almas extraviadas, que buscan la felicidad, tratará de impugnar la falsedad, iluminar la verdad y mostrar el verdadero camino a la felicidad».
El Caballero irá creciendo, obligándole a los pocos meses a trasladarse y a instalar en Grodno una imprenta propia, hasta que, en 1927 decide fundar «Niepokalanów», la Ciudad de la Inmaculada, que llegaría a ser el mayor convento del mundo antes de la Segunda Guerra Mundial, con más de 700 frailes, dedicados por entero a la causa de la Inmaculada. La revista El Caballero de la Inmaculada tendría en ocasiones una tirada mensual de cerca de un millón de números. Desde Niepokalanów se promoverían otras iniciativas editoriales.
San Maximiliano, no obstante, sin aferrarse a sus obras y respondiendo a la llamada del Pontífice Romano Pío xi resuelve partir, siempre con el consentimiento de sus superiores, hacia el Extremo Oriente, para fundar allí con algunos frailes de su Orden nuevas «Ciudades de la Inmaculada». Aunque inicialmente pretendía fundar una misión en China, termina recalando en Nagasaki, el centro del catolicismo japonés, que había logrado sobrevivir clandestinamente y sin sacerdotes durante tres siglos. A las semanas de llegar, desconociendo la lengua, logra publicar el Caballero nipón (Seibo-no-Kishi). Establece un convento, el Jardín de la Inmaculada (Mugenzai-no-Sono), que milagrosamente, años después, conseguirá salvaguardarse de la honda expansiva bomba atómica que pulverizó el centro de Nagasaki, el barrio de los cristianos de Urakami.
Antes de que termine el primer año de su estancia en Japón, fallece en Polonia su gran colaborador, su hermano de sangre, Alfonso, a quien San Maximiliano había dejado encargado del Caballero en Niepokalanów. Los seis años de misión en Japón fueron años de un heroico apostolado entre los paganos japoneses, consiguiendo numerosas conversiones. Incluso, para ganar autoridad ante los japoneses, se deja una larga y característica barba. Con todo, en algunas ocasiones, el santo polaco tuvo que hacer frente a la incomprensión de sus hermanos de comunidad e incluso a velados motines. En dos ocasiones tuvo que volver a Polonia, viajando a veces por mar, otras en el ferrocarril transiberiano, atravesando la estalinista Unión Soviética.
El celo misionero de San Maximiliano no se reducía al Imperio del Sol Naciente. Planea y viaja hasta la India en un par de ocasiones para explorar allí la posibilidad de fundar nuevas avanzadillas de la obra de la Inmaculada – aunque en esa ocasión no lo consiguió. Como San Francisco Javier, sus cartas enviadas desde la misión eran leídas con admiración en su Polonia natal y han suscitado generaciones de misioneros.